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“La inteligencia de un individuo se mide por la cantidad de incertidumbres que es capaz de soportar” Immanuel Kant
Hoy, en pleno siglo XXI, decir que no se puede conocer algo se ha convertido en un anacronismo. En cualquier ámbito, existe información que nos muestra el estado del arte o las técnicas más eficientes para realizar alguna actividad. De manera más dramática que la imprenta, el internet democratizó el conocimiento al nivel de un click, creando un mundo en donde no hay tema que se pueda esconder al intimidante poder humano para conocer.
Por esto, cuando alguien sale a decirnos que existen límites al conocimiento, es normal que nos ofusquemos. Es impresionante que uno de los campos más determinantes en nuestra vida como es la epistemología siga siendo continuamente ignorado por la mayoría de la población.
Apenas se empieza a pensar en cómo pensamos encontramos una realidad chocante: somos seres de memoria. Todo nuestro método de conocimiento está basado en la interpretación a partir de lo conocido, de aquello que hemos vivido. De esta manera, la era de la información viene a convertirse en un reflejo de nuestros propios procesos mentales, el cual es el resultado histórico de un movimiento hacia la Separación.
Para entender esto, hay que relatar el papel del conocimiento en la cultura humana. Como lo relata Charles Eisenstein, el hombre logró dominar el fuego y con ello a toda la naturaleza. Con el fuego, peligrosas noches de oscuridad eran aclaradas para que el ojo pudiera ver. Al conocer esta maravillosa herramienta, el proyecto humano se definiría como la progresiva misión de expandir el ámbito del fuego hasta cubrir toda la oscuridad.
Así, el fuego o la luz vendría a identificarse con el conocimiento durante la Ilustración. Aunque sería más con el espíritu de Diderot que con el de Kant, es justamente el siglo en el que vivimos el momento en el cual este proyecto alcanzaría su cenit en la llamada Era de la información.
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Tal vez esta gran cantidad de información disponible ha sido lo que ha llevado a que el conocimiento sea asimilado a la inteligencia. Reconocemos a una persona que sabe mucho de un tema como inteligente, otorgándole títulos universitarios que lo único que hacen es declarar que un ser humano ha memorizado ciertas cosas.
Sin embargo, poco nos damos cuenta la naturaleza de lo que estamos adorando cuando idolatramos al intelecto.
Existe un mito tibetano antiguo que explica la razón de porqué el corazón no está alineado en el centro del cuerpo con el cerebro y los genitales. El hombre, después de mucho pensarlo, dejó a un lado su corazón y lo aisló de su vida. De esta manera se crearía esta abominación que hoy llamamos inteligencia y que es intrínsecamente limitada, como veremos en un momento.
Para empezar, hay que entender que, como nos lo recuerda Osho, el hombre es una unión de instinto, intelecto e intuición. El instinto es la marca de lo salvaje en nuestras vidas. Se trata de un fino sentido de navegación que puede, por ejemplo, hacer que uno se defienda sin haber practicado artes marciales. Todo lo que es realmente importante para la vida física se le encargó al instinto, como la digestión o la respiración, pues el intelecto estaba muy distraído jugando consigo mismo.
Por su parte, el intelecto es un proceso que está separado en dos partes, una de vida y otra de muerte. En su parte viva, se trata de un magnífico cúmulo de procesos mentales como analizar, asociar, comparar y juzgar. Es una inteligencia pre-verbal que es capaz de manejar problemas que surgen a nivel de intermediarios con la realidad, como lo son el lenguaje o los números. En su parte muerta, el intelecto se basa exclusivamente en la memoria para realizar todas sus actividades. Es ese cúmulo de experiencias vividas, reacciones aprendidas o innatas, influencias, arquetipos humanos y experiencias traumáticas, todo lo que compone “el sí mismo”. Es esta acumulación del pasado la que nos ayuda a navegar por la vida, dividiendo el mundo en lo que está alineado con nosotros o no.
Finalmente, la intuición es esa voz sin palabras que nos comunica realidades que generalmente son importantes, pero que ignoramos porque requieren salirse de la comodidad de lo conocido. Se trata de algo intermedio entre el frío intelecto y el apasionado instinto, que en muchas culturas se identifica con la conexión con algo mayor que nos habla todo el tiempo.
Dicho esto, es evidente que nuestra época se ha centrado en el intelecto, y justo en su versión muerta. ¿Qué mejor definición podría darse de posmodernismo que una consideración excesiva por el mundo de los símbolos? Sea para venerarlos o rechazarlos, los símbolos se han vuelto en algo de gran importancia. Se nos dice que el mundo de lo conocido, que es la memoria, y manifestaciones de la misma como opiniones, conocimientos o percepciones, es lo que nos separa de los animales y entre nosotros mismos, volviéndonos únicos y creando el totalitarismo de la relatividad.
De esta manera, todo esfuerzo por entender el mundo a partir del intelecto empieza desde el principio con una limitación intrínseca: es personal. Todo lo personal es limitado, pues se trata de un esfuerzo particular de entender un mundo que no lo es. Por más que uno se lea cada uno de los libros de la Biblioteca de Babel descrita por Borges, no hay manera de que lo conocido llegue a entender lo desconocido, pues lo último está siempre en constante cambio. Lo desconocido es una llama que está renovándose constantemente y de la cual, en palabras de Krishnamurti, quedan las cenizas que forman el pensamiento. En términos muy prácticos, no hay manera de pensarlo o saberlo todo.
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Así, la inteligencia que se identifica con el intelecto es simplemente una herramienta insuficiente para comprender lo desconocido, que es nada más y nada menos que la vida. Lo que está pasando aquí y ahora no puede ser comprendido por medio del intelecto si no se quiere simplemente recordar algo vivido. Aunque la palabra conciencia ha sido mistificada como algo sobrenatural, su fin es simplemente conectarnos con la realidad. Esto, por supuesto, puede significar una enorme cantidad de mundos posibles.
De esta manera, vivimos un fenómeno muy paradójico hoy en día. Mientras la información es más accesible que en cualquier otro periodo histórico del que tengamos registro, el uso que le estamos dando aniquila la inteligencia.
¿Qué significa la inteligencia?
Veamos nuestro entendimiento de la inteligencia desde otro ángulo. En la película Lucy, una mujer empieza a acceder progresivamente a la totalidad de su capacidad cerebral y, cada vez que aumenta la misma, tiene acceso a más información. A su vez, en la película Superman se muestra la relación entre los sentidos y el acceso a la información, pues el personaje tiene unos sentidos tan agudos que la cantidad de información disponible es simplemente abrumadora. En estas dos películas, se toma a la inteligencia como la capacidad de concentrarse y eliminar el ruido, para poder manejar información.
La anterior concepción tiene un reto histórico, y es el advenimiento de la máquina. Si la inteligencia es simplemente el manejo de información, los hombres son obsoletos al lado de cualquier computador. ¿Podría ser que la inteligencia fuera algo más que el manejo de información, es decir, el intelecto?
Si aceptamos el presupuesto que el fin de la inteligencia es conectarnos con toda la realidad, y que el intelecto es un proceso parcializado, será fácil ver que la inteligencia no puede ser sólo el intelecto. Cualquier patrón que tome la inteligencia es el fin de la misma. Por ejemplo, el problema del actuar no puede ser reducido a seguir las corazonadas o maximizar nuestro interés propio, pues este tipo de fórmulas se convierten en un refugio para que el hombre escape de la responsabilidad infinita de sus acciones. Más que esto, el cimiento de la inteligencia tiene que basarse en la integridad del ser entre el intelecto, el instinto y la intuición, superando la Separación que ha llevado a intelectos super desarrollados con corazones polvorientos.
Esta reducción de la inteligencia al intelecto puede verse en la creatividad. Para muchos, la creatividad es una muestra infalible de inteligencia, y es justamente lo que nos separa de las máquinas. No obstante, no hay manera de comprobar la existencia de una creatividad más allá que la intelectual. Como nos lo recuerda Mark Boyle, la creatividad intelectual se basa en el trabajo dentro de límites: dadme unos instrumentos y unas reglas de juegos claras, y crearé algo que resolverá un problema. Por ejemplo, es mucho más fácil proponerse crear una canción de jazz que dure 3 minutos, que proponerse la creación de una canción en general. Entre más limitado sea nuestro campo de acción, más tiende la creatividad a expresarse.
No obstante, ¿es posible que exista una creatividad que habite en un espacio ilimitado?¿Que sea tan frágil que al intentar hacer algo con ella, desaparezca? Puede que las prácticas tibetanas de crear mandalas de arena sólo para destruirlas sea una representación física de un proceso mental inmediato de creación y destrucción, en donde todo nace y muere en un mismo instante. Estamos hablando de una creatividad que no tiene ninguna utilidad pero que es totalmente vital, que no parte ni trabaja sobre lo limitado, sobre lo temporal o espacial, pues vimos que sólo dentro de límites se expresa la inteligencia. ¿Qué clase de inteligencia puede existir en un estado en donde no exista la escasez o la separación, en donde la mente no esté ocupada con ningún problema, en donde no exista ninguna urgencia por expresarse a sí misma?
Para salir de este lío, recurramos a la historia. Si dijimos que la separación ha sido un proceso histórico, debe haber existido un momento antes de ésta en donde los seres humanos estuviéramos más cerca de una inteligencia que no fuera ni universal ni particular, ni objetiva ni subjetiva, sino ambas. Sólo podemos tener noción de algo que en algún momento, como especie humana, hayamos vivido. Al respecto, de todo el tiempo que lleva la humanidad existiendo, más del 90% ha sido viviendo una vida de cazadores-recolectores.
El cazador, al estar inmerso en el mundo de la selva, no podría ponerse a separar el intelecto del instinto o confiar en la lentitud de las palabras para realizar sus cálculos mentales. La supervivencia en la naturaleza de animales débiles como los seres humanos depende de la velocidad. Por esto, un cazador no puede concentrarse en un punto específico sin excluir el resto de cosas, por lo que desarrolla algo totalmente distinto a la concentración, que es la atención.
No es coincidencia que los clásicos invirtieran tantas energías en hacer de sus ambientes unos sitios dignos de involucrarse en ellos. En aquellos tiempos, en donde lo ordinario era lo orgánico y lo artesanal, era muy importante mantener alejada a la fealdad o al aburrimiento. Frente a una realidad que nos supera, ya sea la adrenalina de una caza o un cuadro hermoso, la mente se silencia y la actividad ocupada alrededor del sí mismo se vuelve un factor más del todo. Paradójicamente al hacer esto los sentidos, pensamientos y sentimientos tienen un espacio que les brinda la oportunidad de renovarse y expresarse más latentemente.
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Es justo este tipo de inteligencia pre-verbal la que Robert Greene argumenta en su libro Mastery es la clave de personas como Da Vinci o Bach. La grandeza de los que llamamos genios reside en la capacidad de utilizar la inteligencia heredada de nuestro pasado cazador, a temas densos mediados por símbolos y operaciones intelectuales. Así, su inteligencia asimila grandes ideas a partir de un instrumento mucho menos fragmentario que el lenguaje o el análisis, que se podría llamar percepción total.
Incluso, la no-Separación que exige la genialidad los puede llevar a experimentar sinestesia, saboreando el maravilloso sonido de una melodía futura u oliendo la fealdad de una crítica. Tras esto, la tarea del intelecto es intentar poner en términos de teorías comunicables algo que se mantiene eternamente inaccesible. Por ejemplo, se dice que Einstein había visto y sentido la Teoría de la Relatividad mucho antes de poder formularla. El mayor trabajo de un genio no es encontrar sus ideas sino comunicarlas.
He ahí el gran misterio: Mientras la opinión es lo que nos hace individuos, sólo olvidándonos de ella podemos conocer una verdad universal. Esta verdad no es comunicable en tanto no tiene límites, es decir, cualidades. Tal vez habría que volver a estudiar a Gorgias cuando decía: Nada existe; Si algo existiera, no podría ser conocido por el hombre; Si algo existente pudiese ser conocido, sería imposible expresarlo con el lenguaje a otro hombre. Al menos quedaría la duda de si ese “algo” inexpresable y desconocido, de todas maneras puede existir pero, para compartir su existencia, tengamos que volvernos de su misma naturaleza.
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“La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar” Friedrich Nietzsche
Por todo lo dicho, la inteligencia no depende de ninguna clase de conocimiento, sino que es esa actividad curiosa y espontánea con la que viene cada niño al nacer. A su vez, la creatividad es el puente que liga esas inmersiones en lo desconocido con el denso mundo de lo conocido. Existe una creatividad que no requiere expresar ideas por medio de un soneto o un libro, sino que es ese estado mental de atención en donde hay receptividad para recibir algo nuevo.
Así, vemos que el intelecto sin una inteligencia libre de lo conocido es sólo un cúmulo de símbolos muertos. El conocimiento es lo que conocemos, pero lo nuevo está en lo desconocido. ¿Puede la luz de lo conocido acceder a la oscuridad de lo desconocido? La única manera de hacerlo, es dejando su fuego en casa.
Aunque se refería al consumo de carne, Tolstoi advirtió la consecuencia de cargar algo muerto en nosotros cuando decía “Sólo podremos seguir produciendo muerte mientras sigamos siendo cementerios”. La búsqueda por cambiar la ola de destrucción en el mundo debe empezar por liberarnos, así sea sólo por un momento, de todo el peso de los símbolos, los problemas, la concentración, la escasez o cualquier actividad cuya raíz, eje y objetivo sea la memoria, el movimiento del pasado, el “sí mismo”.
Por esto la meditación, entendida como la libertad del ser del condicionamiento de lo conocido, se convierte en la solución al problema biológico de la adaptación, pues nos actualiza a las exigencias del momento; al problema espiritual, pues nos da la oportunidad de conocer algo que no haya sido tocado por el hombre, que lo incluya pero también lo trascienda; al problema económico, en tanto es el camino seguro a una mente universal que logre expresar creatividad en su trabajo e innovar; al problema de la muerte, pues se basa en que la única manera de superar algo a lo que se teme es convirtiéndose en ello, por lo que se vale de una constante muerte y resurrección psicológica; y al problema práctico, que es cómo vivir.
La meditación por sí misma no va a resolver ninguno de los problemas fundamentales del ser humano, pero puede crear el tipo de mente que es capaz de hacerlo. Sin la constante renovación que nos brinda, sólo es posible sustituir lo conocido por lo conocido, sin reformar nunca las bases de la totalidad del proceso.
En este sentido, es muy diciente que la meditación descrita por alguien como Jiddu Krishnamurti coincida con las características que se discutieron sobre la mente de nuestros ancestros, los recolectores-cazadores. Es increíble el trabajo mental y la sofisticación intelectual a la que hay que llegar para poder recuperar algo de la compleja simpleza de un indígena. La próxima vez, antes de mirar a la India, deberíamos primero mirar al Amazonas.
Autores interesantes en este tema: Robert Greene y Jiddu Krishnamurti
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