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*El siguiente es un ensayo que Santi hizo en la Universidad para la clase "Teoría Jurídica", con el profesor Guillermo Otálora. Lo subimos acá esperando que a algún otro estudiante le sirva.
En su artículo “The End of Empire: Dworkin and Jurisprudence in the 21st Century”, Brian Leiter (2005) señala que el debate Hart/Dworkin fue un “caso de dos barcos que se pasan en la noche” (p. 11), pues Hart nunca intentó defender una teoría del derecho que justificara el poder coercitivo del Estado. Este ensayo argumenta que, aunque la frase puede tener sentido, su crítica parte de una premisa errada, pues los oceanos sobre los que se encuentran los dos barcos, siguiendo la metáfora, son otros. Por esto, el objetivo de este ensayo es mostrar los puntos cruciales del debate, así como proponer dos esquemas desde los cuales se puede apreciar la importancia del debate en problemas jurídicos actuales.
En vista de lo anterior, se dividirá el texto en cuatro partes. Para comenzar, se presentarán los puntos centrales del debate Hart-Dworkin, con el fin de rechazar la propuesta de Brian Leiter. En segundo y tercer lugar, se plantearán dos esquemas en los cuales situar el debate: la visión expuesta por Paolo Grossi (2003) en Mitología Jurídica de la Modernidad sobre derecho como norma y derecho como ordenamiento, y la división modernidad/postmodernidad jurídica de Fernando de Trazegnies Granda (1993) en su texto Postmodernidad y Derecho. Finalmente, se dará cuenta de las conclusiones del ensayo.
I. El debate
Antes de entrar a definir sobre qué es el debate, hay que descartar sobre qué no lo es. No versa sobre si el derecho incluye principios además de normas, por dos motivos. Primero, Hart habló de la importancia de mantener en equilibrio la certeza y la flexibilidad del derecho, además de aceptar en su Postscriptum su error de no haber enfatizado un poco más la existencia de principios (Hart, 1994, p. 118). Segundo, aunque existen autores como Robert Alexy que han hecho intentos por diferenciar abstractamente las reglas de los principios, la diferencia entre los dos aún no es clara, como lo pone de presente Pierre Schlag (1986, p. 19) por lo que se podría decir que el concepto de norma incluye a las reglas y a los principios.
Una diferencia crucial entre la teoría de Hart y la de Dworkin, es que mientras la del autor ingles es una teoría que pretende ser descriptiva y general, es decir que no justifica ni prescribe, y puede señalar un concepto de derecho de manera tal que sea aplicable a cualquier sistema jurídico, la del autor norteamericano es una teoría descriptiva-justificativa y particular (Rodríguez, 1976, p. 46), es decir que no solo intenta describir el estado de cosas sino que propone una forma de mejorarlo, y su aplicación requiere de ciertas características de países como Estados Unidos, siendo la democracia crucial.
¿Significa lo anterior que mientras Hart pone el esquema Dworkin pone el contenido? Esta es la salida en la que caen autores como Brian Leiter, pero es errónea por tres motivos. Primero, porque así Dworkin hubiese basado todo su trabajo en una excepción, ninguna teoría que se aclamara general podría dejar de cobijar al sistema norteamericano. Segundo, la propuesta de Dworkin invariablemente lleva a que la justificación y la descripción de un sistema estén entrelazadas, lo cual no invalida un posible contraste con Hart. Tercero, existen puntos de desacuerdo concretos entre los dos autores, siendo la negación de un “esquema” o de un “contenido” uno de los más grandes, punto que se abordará a continuación.
A. Regla de reconocimiento
La crítica de Dworkin a Hart se dirigió a tres tesis básicas del positivismo que identificó en The Model of Rules I (Dworkin, 1977, p. 17). La primera de estas tesis, consistía en la defensa de que en todo sistema jurídico existe un criterio último de identificación a partir del cual se pueden agrupar las normas en algo así como un catálogo, según un criterio formal y no sustancial. Este será identificado como el argumento del pedigree (Shapiro, 2007, p. 6-8).
Frente a esta postura, argumentó que en casos difíciles los jueces identificaban como derecho algunas normas (los llamados principios) que no existían en ninguna clase de convención social, fuera la legislación o el precedente, al menos explícitamente (Dworkin, 1977, p. 24). Este tipo de normas eran identificadas entonces no por su linaje sino por su contenido moral. Además, la existencia o no de estos principios en el derecho era objeto de debates (Dworkin, 1988, p. 16-20).
De lo anterior, se pueden identificar dos críticas a la idea de una norma identificadora de normas. Primero, si los jueces están aplicando principios que son identificados como derecho en razón de su contenido moral, la posición positivista de que las normas de un sistema son identificadas a partir de unas fuentes reconocidas de producción, no explica satisfactoriamente la práctica jurídica. Segundo, si en el derecho surgen debates que no son lingüísticos ni versan sobre hechos (si algo o no ocurrió) sino sobre qué es lo que incluye o manda el derecho, es decir, debates interpretativos, no es posible que una regla de reconocimiento, que se basa en una aceptación social compartida, pueda dar cuenta de estos debates. Estas dos objeciones serán identificadas como casos difíciles y desacuerdos teóricos del derecho, respectivamente.
El primer argumento de Dworkin (casos difíciles) causó una división importante dentro del positivismo (Rodríguez, 1997, p. 56). Por una parte, se agruparon aquellos defensores de una férrea distinción entre el derecho y la moral, llamados positivistas duros. Por otra parte, estaban aquellos que aceptaban la posibilidad de que la distinción se desvaneciera en la práctica, aunque no la consideraban un hecho conceptualmente necesario: la regla de reconocimiento podía incluir criterios sustantivos y controversiales dentro de sí.
Entre estos positivistas suaves se suscribió Hart. En su Postscriptum, argumentó que el hecho de que concepciones morales pudieran servir de criterio de identificación de principios no invalidaba su tesis de la regla de reconocimiento, pues esta podía incluir dentro de sí posiciones morales. De esta manera, el reclamo de Dworkin de que la moralidad servía en ciertos casos difíciles podía incluso respaldar la idea de una regla de reconocimiento, ya que Dworkin siempre defendió que esta moralidad debía ser la de la comunidad política, por lo que se trataría en últimas de un hecho social (Hart, 1994, p. 106-112).
En este punto es importante resaltar las razones de porqué el debate Hart-Dworkin no es uno de positivismo vs iusnaturalismo. Para Dworkin, los principios que son aplicados en casos difíciles no son un descubrimiento racional sobre un concepto preexistente, inmutable y universal. Más bien, este escritor defendió la llamada jurisprudencia constructiva, en la cual el juez construye una teoría detrás de sus decisiones explícitas, a partir de la moralidad política de la comunidad, la cual es representada a través de las prácticas institucionales (Dworkin, 1988, p. 79). En este sentido, una condición para que las instituciones representen a la moralidad de la comunidad sería el buen funcionamiento de la democracia, por lo que se reitera el carácter particularista de esta propuesta.
De esta manera, es posible ver que el punto de la moral como parámetro de validez del sistema jurídico no es uno de los océanos donde se enfrentaron los barcos. Contrariamente, el segundo argumento de Dworkin, llamado aquí desacuerdos teóricos del derecho, plantea un reto interesante al positivismo, que todavía no ha sido solucionado (Shapiro, 2007, p. 41). Según este argumento, la defensa de Hart de que la regla de reconocimiento está constituida por una práctica social, en donde su comprobación es un hecho evidente o un dato positivo que se podría constatar, no explica cómo pueden haber desacuerdos teóricos sobre la misma, siendo la aceptación uniforme uno de sus requisitos.
En concreto, existen dos escenarios. En casos difíciles, los jueces argumentan que cierta interpretación del derecho es la correcta, y la autoridad de estos argumentos no puede reposar sobre un hecho social, ya sea porque (1) las prácticas institucionales le dan igual soporte a las diferentes propuestas o (2) porque no existe un consenso que constate una regla de reconocimiento. En el primer escenario, los positivistas dirían que el juez, frente a dos soluciones con un mismo peso, ejerce su discrecionalidad. En el segundo escenario, tendrían dos opciones. O aceptan que la regla de reconocimiento no es capaz de cubrir casos en los cuales no exista un respaldo social, o argumentan que el juez en dichos casos simplemente está justificando la introducción de materiales extrajurídicos en sus decisiones. Lo primero constituiría aceptar que no todas las obligaciones jurídicas provienen de convenciones sociales anteriores, sino que pueden estar justificadas por una teoría moral y no social. Lo segundo se traduciría en ignorar una parte importante del derecho (los principios).
En contraposición, Hart (1994) propuso dos argumentos. El primero es que la crítica de Dworkin confunde proposiciones jurídicas con Derecho (p. 115). Según este, el hecho de que jueces tengan desacuerdos teóricos sobre qué manda realmente una norma, por ejemplo, no invalida la tesis positivista de que el material jurídico proviene de una teoría social. No obstante, para Dworkin (1988) los desacuerdos teóricos del derecho van más allá: no solo discuten si cierta interpretación es la correcta, sino desacuerdan sobre los fundamentos del derecho (si cierta regla hace parte del sistema jurídico) (p. 19-21). En tal escenario, en donde el contenido de la regla de reconocimiento es controversial, la teoría que vendría a justificar las diferentes posiciones sería una moral, en donde el “deber ser” condiciona al “ser”. Entonces, la segunda respuesta de Hart (1994) consistió en establecer que la regla de reconocimiento, como cualquier otra regla, tiene un núcleo duro y una zona de penumbra (p. 116-117). Este contraargumento sería satisfactorio pero recaería en la dicotomía plateada con anterioridad: en casos difíciles, los jueces o introducen material extrajurídico en sus decisiones, o se acepta que la moral no convencional puede ser derecho.
En cualquier caso, los desacuerdos teóricos han sido o explicados a partir de la tesis de la discrecionalidad, o han sido ignorados (Shapiro, 2007, p. 38). A continuación se enmarcará el debate sobre la discreción del juez.
B. Discrecionalidad
Otra crítica de Dworkin a Hart se dirigió a la segunda tesis del positivismo, que consiste en la defensa de que, como el derecho es un modelo de normas, en el momento en que estas se acaban el juez debe ejercer su discrecionalidad para cubrir el vacío en el material jurídico. Esta es la tesis de la discrecionalidad (Shapiro, 2007, p. 6-8).
Frente a esta postura, Dworkin argumentó dos cosas. Por un lado, el derecho no se agota en las reglas, sino que existen principios que pueden dar respuesta a todos los casos. Lo anterior es posible dado que las reglas siguen una aplicación de todo o nada y los principios tienen una dimensión de peso, es decir que las primeras son conclusivas y los segundos no conclusivos (Rodríguez, 1976, p. 36-38). Por otro lado, la discrecionalidad (definida como la escogencia entre dos opciones que, a priori, son igualmente aceptables [Hart, 1958, p. 610-615]) tampoco es admisible porque en el derecho hay mejores respuestas que otras. El primer argumento será llamado principios y el segundo respuesta correcta.
Como se mencionó anteriormente, el punto sobre si el derecho incluye o no principios no fue una controversia del debate. Más bien, Hart (1994) argumentó que la existencia de principios no implicaba la desaparición de la discrecionalidad, pues el juez podría aplicar los principios y al final tener varias opciones respecto a las cuales escoger (p. 139). Es aquí donde entra el argumento de la respuesta correcta, que Dworkin defendió bajo dos premisas. La primera consiste en el rechazo a la asunción de que el principio científico según el cual toda propuesta que no sea verificable empíricamente no puede ser correcta, es aplicable al derecho (Rodríguez, 1997, p. 85). La segunda rechaza el escepticismo externo, que consiste en la afirmación de “todo es relativo”. Si todo fuera relativo, entonces nada sería objetivo, por lo que la afirmación perdería su poder crítico y se tendría necesariamente que asumir un escepticismo interno, que es aquél que debate sobre la mejor respuesta (Dworkin, 2011, p. 99-102). Por lo anterior, la respuesta correcta hace referencia a la que mejor uso de la argumentación hizo, o sea la que cumplió con el papel descripción/justificación de la mejor manera posible.
En breve, el debate sobre la respuesta correcta es otro de los puntos álgidos del debate, no solo con Hart sino también con Duncan Kennedy (1976), quien argumenta que existen contradicciones insolubles e inherentes al derecho (p. 1776-1778). Más adelante se defenderá la idea de que este debate es en realidad un tema crucial de la filosofía y de la relación de la modernidad con los diferentes tipos de postmodernidad.
C. Separación derecho y moral
Una tercera crítica de Dworkin a Hart se dirigió a la tercera postura del positivismo: las obligaciones legales están ligadas a una hecho social y no a uno moral. Si la regla de reconocimiento, que le otorga validez a todo el sistema jurídico, reposa sobre la aceptación social, no es posible hablar de una obligación legal si no existe una práctica uniforme (tanto en el tiempo [consistencia] como en el espacio [generalidad]) respecto al material de donde surge la misma. Este es el argumento de la obligación jurídica (Shapiro, 2007, p. 6-8).
Respecto a esta propuesta, existen dos dimensiones de la crítica dworkiniana. La primera argumenta que, en la medida que la regla de reconocimiento no puede explicar la existencia de principios, los cuales son lo suficientemente utilizados como para objetar seriamente esta tesis, no existe un criterio distintivo claro entre argumentos jurídicos y argumentos morales (Dworkin, 1977, p. 80).
La segunda dimensión muestra que no es posible sostener la teoría social (que defiende que todo el derecho está sustentado en prácticas sociales uniformes) pues, si existen desacuerdos teóricos dentro del derecho, ¿cómo podría hablarse de un consenso social sobre el contenido del derecho? Si la separación entre derecho y moral es difusa, los jueces deben comprometerse con argumentos no de política sino de principio. Los primeros justifican una decisión a partir de alguna meta grupal. Los segundos apelan a algún derecho individual (Dworkin, 1977, p. 82-84), que es lo suficientemente fuerte como para vencer los argumentos utilitaristas. Por esto, en sus fallos de los jueces toman inevitablemente posiciones de moralidad política. La primera posición será llamada la no separabilidad del derecho y la moral y la segunda la teoría moral (los derechos en serio).
Esta crítica es más una consecuencia de las dos anteriores, y entra en un campo de la teoría que es más justificativo. La razón por la cual la teoría moral (según la cual existen casos en los cuales la teoría social del positivismo no puede dar cuenta de los desacuerdos teóricos del derecho) fue llamada los derechos en serio, tiene que ver con lo siguiente: si un argumento de principio, que es aquel que defiende un derecho individual, no depende de una aceptación social, es porque existen derechos que no dependen de las mayorías, o principios que son antidemocráticos.
Estos derechos fueron llamados por Dworkin (1977) fundamentales y consisten en aquellos que, a diferencia de los convencionales, su protección no es una cuestión relativa sino de principio (p. 368). Por ejemplo, este autor consideró que la teoría práctica de las reglas, que Hart definió como la condición de regularidad y uniformidad en una práctica social para constituir una regla social (como la de reconocimiento), ignoraba la diferencia entre un consenso por convicción y uno por convención (Hart, 1994, p. 112-113). Según esta diferenciación, no todas las obligaciones -sociales o legales- pueden surgir de una convención de la mayoría, ya que que las personas comúnmente se sienten y afirman estar obligadas por una convicción personal. Por esto, la tercera discusión separación derecho y moral vs teoría moral (los derechos en serio) puede ser de gran importancia para hablar de derechos fundamentales o contra-mayoritarios, así como la imposición por “costumbre general” a países que no han acordado seguir cierta pauta, en modo de ius cogens.
Resumiendo, los puntos de encuentro más importantes en el debate Hart-Dworkin son tres: pedigree vs desacuerdos teóricos del derecho, discrecionalidad vs respuesta correcta y separación derecho y moral vs teoría moral (los derechos en serio). Aunque seguramente estos temas tocarían puntos importantes concernientes a la justificación del poder coercitivo del Estado, es posible establecer que el debate Hart-Dworkin sí existió y, como se propondrá a continuación, sigue teniendo vigencia.
II. Derecho como ordenamiento-como conjunto de reglas
A diferencia de lo que defiende Brian Leiter, el debate Hart-Dworkin es en realidad una contraposición de visiones actuales. Para mostrarlo, se utilizarán dos esquemas comparativos. El primero tiene que ver con el libro Mitología jurídica de la Modernidad, en donde el historiador Paolo Grossi explica cómo, a pesar de que comúnmente se identifica a la Ilustración y la modernidad con la muerte del mito y la superstición, el “triunfo de la razón” en realidad trajo consigo una mitología propia que se convirtió en justificación para la coerción.
Específicamente, la única manera de construir un proyecto de Estado-nación de forma satisfactoria, era reemplazar la metafísica religiosa con la metafísica jurídica (Grossi, 2003, p. 41). Aunque este fenómeno permea muchos conceptos como el de nación o folklore, lo pertinente para el presente análisis es la visión mítica del legislador y la ley. Según el discurso rousseauniano, el legislador es el intérprete de la voluntad general del pueblo. El problema con esta identificación apriorística es que la definición auto legitima al derecho, lo lleva a que, finalmente, se desligue cada vez más de la sociedad de donde surgió.
Esta separación, en donde el derecho deja de ser ordenamiento y pasa a ser un conjunto de reglas, tiene varias consecuencias. Una es que “agrava la dimensión autoritaria de lo jurídico” (Grossi, 2003, p. 44). Concebir al derecho como norma centra la atención en el momento productor, en la fuente, en la manifestación de una voluntad soberana y coercitiva. Esto reduce la complejidad del derecho, que es espejo de una sociedad compleja, a un conjunto de normas, a algo científico, antiséptico y coherente. Por el contrario, el derecho como ordenamiento “se relaciona con la realidad inferior, la presupone en su onticidad si quiere conseguir el fin de ordenarla y no de coartarla; en consecuencia, registra y respeta toda su complejidad” (Grossi, 2003, p. 50).
La tendencia formalista a la que necesariamente lleva el derecho como conjunto de reglas puede ser contrarrestada de dos formas: la recuperación de la comunidad como espacio necesario entre la dicotomía Estado-individuo, y rescatar “la interpretación como momento esencial de la positividad de la misma norma, condición necesaria para la concreción de su positividad” (Grossi, 2003, p. 59). De esta forma, el intérprete como un individuo sujeto a una comunidad (la cual es histórica y no ahistórica como el concepto del Estado) hace su hermenéutica desde el derecho viviente.
A. Hart
Es difícil encasillar a Hart en alguna de las clasificaciones (derecho como ordenamiento/derecho como conjunto de reglas), pues su teoría en realidad no toma partida en cuestiones políticas. Por esto, más que ser un propulsor de un tipo de visión, su teoría es la expresión de una de ellas. Partiendo de lo anterior, es posible encontrar una bipolaridad en Hart: la visión interna del derecho enfatiza la acepción de las normas dentro de la comunidad; la visión externa centra su atención en la obediencia y en los patrones de conducta.
No obstante lo anterior, es posible identificar al positivismo hartiano como una expresión del derecho como conjunto de reglas, por tres motivos. El primero, consiste en que la teoría jurídica debe tomar una visión externa, en donde la visión interna solo es importante en tanto se deben constatar ciertos hechos (como la existencia de una regla de reconocimiento) antes de ejercer la coerción. Más aún, la coerción existe desde antes de la aceptación, pues si la regla de reconocimiento se estipula en la práctica, necesariamente viene tras haberse establecido el sistema jurídico. De aquí surge un fuerte crítica de Alexy en El concepto de Derecho y la validez del Derecho, denominada la “falacia naturalista” que, por su contundencia, vale la pena reproducir en su totalidad:
“no es posible derivar de una afirmación de hecho (la existencia de la práctica social que conforma la regla de reconocimiento) un juicio normativo (el deber de comportarse de acuerdo a dicha práctica). La ventaja de la teoría kelseniana de la norma fundamental reside en que este paso del ser al deber ser no se esconde detrás de conceptos tales como los de aceptación y existencia de una práctica sino que es puesto de manifiesto y tematizado. En última instancia, una teoría empírica de la norma fundamental tiene que fracasar porque no puede aprehender adecuadamente el problema propiamente dicho de toda teoría de una norma fundamental, es decir, el paso del ser al deber ser” (Alexy, 1994, p. 122. En Rodríguez, 1977, p. 30)
Así pues, en realidad el punto de vista interno solo tiene importancia en casos extremos como el desuetudo o una rebelión que cambiase todo el sistema jurídico.
El segundo motivo de porqué se considera la teoría hartiana como derecho como reglas, es por su misma definición de derecho. Para él, un sistema jurídico es aquél en el que existen reglas primarias y secundarias. Tanto la forma como presenta su definición tanto el contenido de la misma está compuesto de reglas, es decir, su definición no es más o menos indeterminada como una pauta, sino es una regla clara y concisa, en donde el derecho es reglas. El problema de tal rigidez, es que en el momento en que la norma fija un ser, este se torna en un deber ser, por lo que la realidad termina adaptándose al contenido de la norma, y no al revés (Schlag, 1986, p. 20-21).
El tercer motivo consiste en que, como consecuencia de todo lo mencionado, el positivismo, así considere a la sociedad dentro de su teoría, llega a ignorar a las microcolectividades. Por ejemplo, puede que la dicotomía ya no sea Estado/individuo sino Estado/sociedad pero, ¿que ocurriría desde el positivismo si una microrrealidad, como lo puede ser un segmento de la sociedad, no apoya la regla de reconocimiento o tiene una diferente a la de la sociedad? Me refiero específicamente al tema del pluralismo jurídico. Como se vio en la crítica dworkiniana de la teoría social (los derechos en serio), la concepción social puede llevar a que todo dependa de un consenso en el cual se ignoren las minorías, o a una tiranía de la mayoría. Esto se debe a que, a pesar de que tanto Dworkin como Hart son demócratas, el concepto de democracia es interpretativo: su contenido es mudo y requiere del intérprete para darle un sentido. Entonces, puede clasificarse a Hart como un promotor del derecho como reglas.
B. Dworkin
Contrariamente, Dworkin es un claro ejemplo del derecho como ordenamiento, por tres razones. La primera es que sí toma en cuenta las microrealidades. Aunque el disenso sobre el derecho estatal no crea ipso facto un derecho diferente, la defensa del derecho fundamental a un tratamiento con igual respeto y consideración (Dworkin, 1977, p. 368) puede traducirse como un derecho a la democracia, en donde es válido aplicar la discriminación positiva para poner a los sujetos en una igualdad real.
La segunda razón es que el mismo Dworkin (1977) ha afirmado que uno de los puntos de distancia con Hart es que la posición del catálogo ve a la función del derecho como algo no cuestionable e imperativo (p. 347). Por esto el juez Hércules, en su etapa preinterpretativa, debe hacer algo muy similar a la evaluación del “derecho viviente”. Este consiste en ver cómo la norma ha sido permeada por la historia interpretativa para explicar de la mejor manera el derecho de la comunidad (Dworkin, 1988, p. 74).
La tercera es el desarrollo que Dworkin (1988) hace de una teoría de la comunidad sin la cual su sistema de derecho sería inocuo. En El imperio de la Justicia, contrapone la comunidad de principio a la de reglamento y la de facto, en donde las personas viven por un sentido de moralidad comunitaria y están comprometidas con la responsabilidad (p. 132). Si Fuller (1957) habló de una moralidad interna a un nivel procesal (p. 645-646), Dworkin incorpora esto en su concepto de justicia y equidad, y le agrega una moralidad interna sustancial con la integridad. Lo anterior quiere decir que la moralidad sí importa y el ataque al aguijón semántico quiere decir que las opiniones divergentes también.
III. Modernidad-postmodernidad
Según Fernando de Trazegnies Granda (1993), el derecho está mutando de una visión moderna a una postmoderna. La primera es hija de la Ilustración y tiene una gran fe en la razón como método indagador de la realidad. Bajo figuras como la igualdad de todos los hombres o el ciudadano, se crea un Derecho homogéneo, centralizado, sistemático y con vocación universal (p. 79). En este modelo, existe una dicotomía entre dos aspiraciones: de un lado, la subjetividad que proviene de la exaltación del individuo (libertad), de otro lado, la aspiración de consagrar un orden que permita el ejercicio de la libertad personal (orden). Sin entrar en detalles, se dirá que la abstracción de los conceptos como el de igualdad terminó favoreciendo al otro polo, el orden.
Por lo anterior, el pensamiento postmoderno desconfía profundamente de toda visión totalizante, racional o ahistórica. Dentro de este pensamiento, pueden identificarse dos versiones. El postmodernismo fuerte, que “es una suerte de anarquismo intelectual que condena todo sistema (…) todo intento de coherencia resulta totalitario. De esta manera se constituye una postmodernidad que no es sino la expresión de un resentimiento contra la modernidad (…) que conduce a la inacción y tiene un espíritu dogmático que lo contradice” (Granda, 1993, p. 94); y el postmodernismo como proyecto, que busca trascender la crítica para seguir con los ideales modernos (libertad, igualdad y fraternidad) pero de una forma muy cuidadosa que concilie el todo con las partes.
A. Hart
Brevemente, es posible catalogar a la teoría de Hart en una visión moderna pues, como se dijo anteriormente, es descriptiva y general, con una pretensión organizadora, universal y sistemática.
Más allá de lo anterior, si la división del derecho como ordenamiento y derecho como conjunto de normas servía para situar el debate pedigree vs desacuerdos teóricos del derecho y separación derecho y moral vs teoría moral (los derechos en serio), el modernismo/postmodernismo sirve para situar el debate discrecionalidad vs respuesta correcta.
En esta discusión, es posible distinguir entre una posición “declarativa” y una “decisionista”. La primera defiende la posibilidad de error del juez en tanto existen mejores respuestas que otras. La segunda aboga porque todo fallo necesariamente provendrá de un ejercicio arbitrario del poder (Atienza, 2009, p. 20). A pesar de que tanto Hart como Duncan Kennedy se situarían en la segunda clasificación, la diferencia entre los dos radicaría en que para el primero no existe una respuesta correcta debido a un parámetro de objetividad, y para el segundo debido a uno de subjetividad. En otras palabras, para Hart no se puede hablar de una respuesta correcta ya que entiende que existe algo que es objetivo, algo como el “núcleo duro” de toda expresión (Shaw, 2013-2014, p. 718). Para Kennedy, la respuesta correcta no existe por la subjetividad inherente al ejercicio decisorio (Atienza, 2009, p. 19). Por esta razón (la defensa de un ordenamiento objetivo), Hart es considerado moderno en este debate.
B. Dworkin
A diferencia de Hart, Dworkin basa su defensa de la respuesta correcta en la subjetividad. Si se sigue el principio de Hume, según el cual todo juicio de valor debe incluir o presuponer una idea moral, se llegaría a la conclusión de que cualquier reclamo moral, estético o jurídico reposa sobre una asunción individual (Dworkin, 2011, p. 99). Por esto y por la negación de Dworkin del escepticismo externo, es posible aseverar que este autor no cae bajo la falacia objetivista. No obstante, la subjetividad no es equiparada a la falsedad, justamente porque en tal escenario, al no tener conciencia de una “verdad revelada”, lo único que queda por hacer es utilizar como criterio comparativo la persuasión argumentativa. Por esta razón, se posible identificar a Dworkin en el postmodernismo como proyecto y a Duncan Kennedy en el postmodernismo fuerte.
El postmodernismo como proyecto prefiere utilizar los principios sobre las reglas (Granda, 1993, p. 97-98), debido a su mayor flexibilidad. Así como se argumentó que tanto la forma como el contenido de la teoría de Hart era reglamentaria, en Dworkin (1988) es una de principio. Él mismo acepta que lo que tenga de utópica su teoría tiene como fin fijar una meta a la cual aspirar (p. 289). Los principios en realidad son indeterminados con el fin de no repetir los errores del modernismo, por lo que el juez toma el papel de “corrector” del sistema jurídico. Además, su propuesta interpretativa lo que prescribe es un método, un estándar de responsabilidad que debería cumplir el juez de carne y hueso hasta los límites de lo posible.
IV. Conclusión
En definitiva, este ensayo ha mostrado tres puntos de discrepancia, así como dos esquemas sobre los cuales ubicar estas contradicciones. Véase como se vea (zorros vs erizos, modernismo vs postmodernismo, etc), en el debate Hart-Dworkin existe una discordia sobre algo. El problema es, en mi opinión, que los dos barcos son tan distintos que es difícil enfrentarlos, pero de lo que se trata es de una batalla entre dos conciencias jurídicas que siguen forjando en gran medida el mundo actual del derecho.
Referencias bibliográficas
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Dworkin, Ronald (1988). El imperio de la Justicia. Traducción de Claudia Ferrari. Barcelona: Editorial Gedisa S.A.
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Granda, Fernando (1993). Postmodernidad y Derecho. Bogotá: Editorial Temis S.A.
Grossi, Paolo (2003). Mitología jurídica de la Modernidad. Traducción de Manuel Martínez Neira. Madrid: Editorial Trotta.
Hart, H.L.A. (1958). Positivism and the Separation of Law and Morals. Harvard Law Review (Vol. 71). Recuperado de http://disciplinas.stoa.usp.br/pluginfile.php/141682/mod_resource/content/1/Hart,% 20Positivism%20and%20the%20Separation.pdf
Hart, H.L.A. (1994). Postcriptum. Transladado de El Concepto de Derecho de H.L.A. Hart, segunda versión de 1994. Traducción de Madgalena Holguín. Oxford University Press.
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Leiter, Brian (2005). The End of Empire: Dworkin and Jurisprudence in the 21st Century. En Rutgers Law Journal (35, p. 173).
Rodríguez, César (1997). La decisión judicial: El debate Hart-Dworkin. Bogotá: Siglo del Hombre Editores.
Shapiro, Scott (March 2007). The “Hart-Dworkin Debate”: A short guide for the perplexed. Public Law and Legal Theory working paper series (77). University of Michigan Law School. Recuperado de http://www.law.yale.edu/documents/pdf/Faculty/Shapiro_Hart_Dworkin_Debate.pd f
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