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Un fantasma recorre el sistema educativo, y es el fantasma de la especialización. Algo extraño tiene que ocurrir para que una persona que entra a la Universidad con sueños, esperanzas y pasión salga después de unos años siendo un profesional altamente competente en su carrera pero sin un rastro de todas aquellas cosas que denominados vivir. Este artículo es una advertencia a todas las personas que nos hemos lanzado a comer del peligroso banquete Universitario para que, sin necesidad de dejar la Universidad, podamos sobrevivir a ella con nuestra humanidad intacta.
Para comenzar, partimos de la creencia que la Universidad es ese espacio en cual que se abre la posibilidad de construir pensamientos y no sólo puntos de vista aislados, un espacio tanto de construcción como de deconstrucción de ideas, de esquemas y pensamientos en general. Este lugar habrá de permitir la diversificación de los intereses sin caer en el enciclopedismo superficial. Partiendo de este supuesto, no debería ser un espacio enfocado únicamente en moldear futuros empleados útiles. Reducirse a la especialización implica desconocer toda la capacidad humana de poder maravillarse tanto como horrorizarse por todo cuanto acontece alrededor.
Precisamente como lo expresó el maestro Nietzsche en su conferencia Sobre el porvenir de la educación, en ocasiones el filósofo es el que no permite filosofar. Es decir, el sistema educativo acepta una falta de conocimientos generales cuando estos no se relacionan con la profesión que se ha escogido. ¿Hasta qué punto es admisible despojarse de cualquier noción ajena a la especialización, de que el humanista se petrifique frente a las matemáticas? Es una apuesta constante por la especialización y el precio es suprimir cualquier vestigio de conocedores íntegros. Aquel mínimo instante en que aceptamos una cierta ignorancia justificada, más allá de la voluntad individual, conlleva a la necesaria aniquilación progresiva de la cultura.
Realmente resulta imposible creer que una persona pueda estar interesada solamente en un campo específico de estudio, que pueda repetir incesantemente la misma actividad por el resto de su vida. Aún permanece latiendo la esperanza de una juventud creativa, en la cual la utilidad no signifique más que un agregado pero ya no un fin en sí mismo. Con esto, que estas palabras resuenen en cada entendimiento con el impacto preciso, así cada uno sabrá la dimensión de estas reflexiones.
En su aspecto práctico, nada grande en la vida puede lograrse sin una cantidad igual de motivación. ¿Por qué alguien querría ir a la luna o practicar un instrumento ocho horas al día? Sin un motivo que le remueva a uno las tripas, nadie es capaz de aguantar todo el arduo trabajo que requiere llegar a la excelencia. Ahora, este sentido de la vida no es algo que se pueda crear, sino que se debe encontrar escarbando en lo que siempre hemos sido. No existe razón más presente que aquella que no podemos verbalizar, localizar o encajonar. Detrás de todas las justificaciones, encontraremos siempre la arbitraria razón del amor.
Por esto, la dicotomía entre juego y trabajo es una invención de personas que no conocen el amor. La pasión no es suficiente, pues si algo tienen en común personas todas las personas que nuestra cultura admira, es un sentido profundo de obsesión con su trabajo. A partir de esta fórmula, surge una actividad constante de rumear los temas de interés, llevando inevitablemente a que la obsesión se empape de experticia. ¿Alguna vez has visto a un ser humano haciendo lo que realmente ama? Hay pocas cosas más poderosas que oir a Jiddu Krishnamurti explicando porqué “Solamente el individuo que no se encuentra atrapado en la sociedad puede influir en ella de manera fundamental”, u oir a Nina Simone cantando un soul.
El problema consiste en que lo que realmente nos mueve pocas veces viene atado a una carrera o actividad específica. Aunque intentemos convencernos, nadie vino a este mundo a ser arquitecto, abogado o científico. Más bien, lo que buscamos tras estas etiquetas son urgencias mucho más humanas, como materializar en espacios complejos ideas elegantes, defender por medio de la palabra un sentido profundo de la justicia, o descubrir en medio de detalles los misterios profundos del Universo. Como un reconocimiento al hecho de ser generalistas por excelencia, este sistema socio-económico debería al menos fomentar una intensa curiosidad que pueda, con la tranquilidad de la convicción, centrarse en aquél campo que más llamó su atención.
Ahora bien, no habrá seguramente un mejor ejemplo sobre la buena distribución y el buen uso del tiempo que la Grecia clásica. Aquella simbólica construcción de hombres y dioses que dejó esbozada una humanidad en toda la inmensidad de la palabra. El ocio en la Grecia clásica, cuenta cómo esta sociedad occidental es hija del ocio y la importancia que le era concedida a estos espacios. Mas lo primero que allí se recalca es la diferencia entre hombres libres y esclavos, siendo los primeros todos los grandes pensadores de Grecia. Por supuesto, se trataba de conocedores integrales por todas las áreas de estudio en que estaban inmersos. A esta referencia viene implícita la pregunta por la libertad que tenemos cada uno de decidir sobre el uso de nuestros intereses.
El ocio entendido como un aspecto fundamental en el que el hombre se dedicaba a la actividad, no se trata pues de un tiempo vacío de ocupaciones; consiste en una apropiación de las actividades diarias, del cultivo efectivo de los intereses personales. No obstante, esta concepción se ha ido perdiendo a cambio de un ocio que signifique la supresión de cualquier actividad, dado lo consumidos que quedamos por las demás actividades normales. Y es que no se puede obviar que la infinita ocupación en que estamos todo el tiempo podría perfectamente ser expuesta como una forma disciplinaria del poder. Las implicaciones de esto en la vida en comunidad del hombre son enormes: falta de desarrollo personal y criterios propios son resultado de la misma carencia de intereses subjetivos. Existe pues una homogenización de las actividades que se ha tornado como el estado de cosas normal para cada ciudadano, hacer lo que se debe todo el tiempo, saber comportarse de acuerdo a lo que corresponda. ¿Cómo es que se ha ido escabullendo esta virtud de comportarse como el espíritu recomiende?
Frente a esto, es posible siempre retornar a los griegos en busca de consuelo. Así, Platón sugeriría un esquema de distribución digna de los placeres que sustentan el alma, como la literatura, el arte, la retórica y la pintura. Para esto, dividía el día en cuatro partes iguales, es decir seis horas para cada una. La repartición sería entre el trabajo, el sueño, la higiene y alimentación, y el ocio. Esta fórmula infalible es la herencia de personalidades como las de Sócrates y Diógenes, sólo por nombrar la antigua Grecia, siendo así una evidencia de que como mínimo hay allí algo que puede ser puesto en consideración.
Finalmente, hay que preguntarse muy seriamente por qué la Universidad es un lugar en donde se ha aceptado el hecho de no hacer amigos de verdad. Aparte de la cantidad de tiempo compartido, ¿qué diferencia las relaciones que se tienen en el colegio con aquellas que se tienen en la Universidad?
Charles Eisenstein nos ofrece dos factores que crean intimidad: los regalos y la creatividad comunal. Los primeros son un servicio desinteresado que, a diferencia del dinero, no extinguen una relación sino que la fomentan con la semilla de la gratitud. Por su parte, la creatividad comunal es lo que existe cuando no existe consumo comunal. La mayoría de relaciones “de adulto” se definen por el consumo: reunirse a consumir entretenimiento, comida o cualquier actividad que perpetúe al ser humano como un espectador de la vida. En cambio, la relación que se crea entre dos personas que se vuelven participantes y empiezan a crear juntas es de una calidad totalmente distinta. Reunirse a ver el Super Bowl puede satisfacer una necesidad superficial y servir de escape a una vida intolerable, pero ir de pesca y tener que enfrentar problemas que requieran unirse es algo que crea lazos indestructibles que sobreviven al silencio y al cambio.
De esta manera, un enorme capital humano aislado se sigue desperdiciando por la advertencia que ya nos hacía Rousseau “Quitad de los corazones el amor por lo bello, y habréis quitado todo el encanto a la vida.”
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